No podía dormir, así que antes de que amaneciera salió a dar una caminata. La luz de la luna hacía que su rostro luciera deslumbrante, afortunadamente para ella, no había nadie al rededor que pudiera turbar su camino, así que con cada paso que daba por el jardín se sentía más segura, mientras tanto observaba con inquietud el fabuloso tono que tomaban las flores con la noche. Su rostro era impactante, se podría decir que si la ves una vez, jamás la podrías olvidar, tenía los ojos más hermosos que alguien haya podido observar, y su mirada... su mirada reflejaba la paz de su alma y sus más bellos sentimientos. Su piel lucía tan pura, que todo a su lado parecía infame, su ropa era sencilla, sólo llevaba un vestido blanco, ligero...
Caminaba lentamente, contemplando todo a su paso, sentía con gran pasión la brisa que mojaba su cabello rizado y negro, y éste a su vez acariciaba suavemente su rostro. El prado era delicado con sus pies descalzos.
Sin darse cuenta se alejó del jardín y se acercó al lago que estaba al fondo y lo contempló con una admirable inocencia, que sólo se podría percibir en una niña de su edad, estaba perpleja, nunca antes había alcanzado llegar hasta allí.
El lago era tan inmenso y tan hermoso que lo demás se sentía insignificante. Por unos minutos logró olvidarse de sí y perderse en la belleza de la luna roja reflejada en aquel lago que parecía arder en llamas. Todo aquello la hizo sentirse frágil, así que decidió resguardarse bajo un árbol maravilloso, de hojas de tono violeta que caían sobre ella como lluvia implacable, mientras los rayos el sol atravezaban las ramas de aquel advirtiendo la llegada del alba y el fin de su encantadora aventura.
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